Hola, hoy quiero hablaros de mi libro Mogam. La verdad es que hace ya unos veinte años que escribí ésta novela. Eran unos momentos convulsos para mí, y plasmé esa inquietud en este libro que cuenta los amores entre un joven misionero y una nativa ocurrida unos sesenta años atrás, y ahora a las puertas de la muerte, llama a Juan, uno de sus alumnos en el seminario, para contarle esa historia y pedirle un favor.
Os pongo aquí un momento de la misma. Un momento crucial, es el instante donde surge la primera duda entre el amor a Dios, o el amor a la joven Mara. Si queréis en la biblioteca de esta página podéis descargaros unas páginas del mismo. Espero que os guste.
Extracto de Mogam
–Eh, eh, no llores, Dios Todopoderoso nos protegerá de los Kruglis.
No pareció convencerla mucho mi afirmación, porque en un momento dado, e inesperadamente, se abrazó a mí mientras me decía:
–Lo siento, pero no hay nada que pueda protegernos de los Kruglis, son asesinos caníbales que sólo ven en nosotros su comida.
Yo, que no había esperado esa reacción, me había quedado allí con los brazos abiertos, como un pasmarote, sin saber qué hacer, si abrazarla como me pedía el corazón, o rechazarla como era mi obligación. Estaba en ese dilema cuando volví a oír su voz que me decía:
–Con lo que os habéis tropezado hoy es con una expedición de abastecimiento que al igual que vosotros habíais salido en busca de comida, los Kruglis habían hecho lo mismo en busca de la suya: hombres.
Mi situación allí, en medio del poblado, con los brazos abiertos como un espantapájaros, y Mara colgada literalmente de mi cuello, era muy embarazosa. Por primera vez sentía el calor del cuerpo de una mujer alrededor del mío, y en mi interior ardía el deseo de cerrar yo también los brazos y rodear con ellos el cuerpo de Mara en un abrazo apasionado. Aquello era nuevo para mí, durante toda mi vida sólo había tenido un deseo, el de amar y servir a Dios, y para ello me habían educado, siempre alejado del calor humano, haciendo de espejo reflector del calor de los demás para que a mí no me tocase, y así no mezclarme con los sentimientos humanos, para poder verlo desde otra perspectiva, siempre superior por mi condición de sacerdote. Pero en aquel momento todas esas convicciones estaban a punto de caer. El muro que con tanta habilidad había construido a mí alrededor se estaba resquebrajando, y a consecuencia de ello se estaba cayendo a pedazos y sus trozos convirtiéndose en polvo hasta desaparecer para siempre. Y con él, el orgulloso y soberbio sacerdote, el que por su gran orgullo y vanidad había elegido ese rincón perdido para sus fines particulares. Había escogido ese lugar especial por una razón primordial, porque ese era el sitio donde los demás habían fracasado, y así podría demostrar mi superioridad. Ese era el padre Carlos que había llegado, pero ahora, en su lugar acababa de surgir el hombre, el HOMBRE con mayúsculas, humilde y temeroso de Dios, pero al fin y al cabo un hombre, con sus grandes defectos y sus pequeñas virtudes, sin temor a impregnarse del olor de la humildad, sin temor a expresar sus sentimientos hacia los demás, sin temor a sentir el calor del amor de sus semejantes, sin temor a sentir el intenso amor hacia una mujer, y no por ello dejar de sentir un inmenso amor a Dios. Mis ojos se inundaron de lágrimas y dando gracias a Dios, cogí con mis manos los desnudos brazos de Mara, sin temor a enfrentarme a ella, ni al posible amor que empezaba a sentir por ella, y la separé con delicadeza de mí para seguir preguntándole:
Deja una respuesta